En el año 1633 el Papa Urbano VIII, quien pretendía ser el sapientísimo e
infalible vicario de Cristo, haciendo alarde de su “sabiduría” mandó encarcelar
a Galileo porque éste enseñaba que la tierra giraba sobre sí misma y a la vez
alrededor del sol. Al gran Galileo, para salvarle la vida después de haber
sufrido durante muchos, muchos meses en los calabozos de la Inquisición, se le
hizo salir, con la creencia de los inquisidores, de que la prisión había
quebrantado la fe de él en las “herejías” que había estado enseñando. Pero
como se viera que Galileo aún conservaba las ideas que antes había expuesto,
el Papa lo mandó a la cámara de tormento, donde el pobre anciano sufrió
muchas veces, con estoicismo, el suplicio de la cuerda. Al fin, quebrantado y
vencido por los sufrimientos físicos y morales, fue obligado a abjurar en esta
forma: “Yo, Galileo, a los setenta años de edad, arrodillado ante sus eminencias
y teniendo ante mis ojos los Santos Evangelios que toco con mis propias
manos, abjuro, detesto y maldigo el error y la herejía del movimiento de la
tierra.”
La justicia divina y la sabiduría que Dios ha transmitido a los hombres, han
exaltado a Galileo colocándolo entre los sabios más ilustres que el mundo ha
conocido, y han humillado al altivo Papa Urbano VIII colocándolo entre los